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sábado, 31 de octubre de 2009

¿Quiso Jesús una sola Iglesia?



Autores: Padres Paulo Dierckx y Miguel Jordá
Resumido por: Marco A Di Rupo


No es raro escuchar de labios de algún católico: «Yo amo a Jesús pero no me importa la Iglesia». Creo que esta opinión, para muchos, es simplemente un pretexto para seguir viviendo como «católicos a su manera». No hacen caso a la Iglesia, no van a la Misa, no quieren prepararse para recibir dignamente los sacramentos, no hay obediencia a la Jerarquía eclesiástica, sólo cuando les conviene se acercan a la Iglesia y dicen que siguen la religión «a su manera». La Iglesia no es algo abstracto. Somos nosotros, laicos y pastores, comunidad creyente, su rostro visible. La Iglesia es humana y divina a la vez. En el Antiguo Testamento, Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente, sino que quiso hacer de ellos un pueblo. De entre todas las razas Yahvé Dios eligió a Israel como su Pueblo e hizo una alianza, o un pacto de amor, con este pueblo. Le fue revelando su persona y su plan de salvación a lo largo de la Historia del Antiguo Testamento. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación a la alianza más nueva y más perfecta que iba a realizar en su Hijo Jesucristo. Es decir, este pueblo israelita del Antiguo Testamento era la figura del nuevo Pueblo de Dios que Jesús iba a revelar y fundar: la Iglesia.


¿Cómo preparó Jesús su Iglesia? Jesús comenzó con el anuncio del Reino de Dios. En su primera enseñanza el Señor proclamó: «Ha llegado el tiempo, y el Reino de Dios está cerca. Cambien de actitud y crean en el evangelio de salvación» (Mc. 1, 15). Jesús comenzó a formar un pequeño grupo de discípulos y mientras enseñaba a la multitud con ejemplos, a sus discípulos les explicó los misterios del Reino de Dios (Lc. 8, 10) Luego entre los discípulos, el Señor escogió a Doce Apóstoles (enviados) con Pedro como cabeza. «Los Doce» serán las células fundamentales y las cabezas del nuevo pueblo de Israel ( Mc. 3, 13-19 y Mt 19, 28). Entre los Doce, Pedro es quien recibió de Jesús la responsabilidad de «confirmar» a sus hermanos en la fe (Jn. 21, 15-17). Además Jesús lo estableció como una roca de unidad: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no podrán nada contra ella» (Mt. 16, 18). A Pedro, «la roca» que garantizó la unidad de la Iglesia, Jesús le dio la responsabilidad de mayordomo sobre la Iglesia. A los Doce, Jesús les encargó la renovación de la Cena del Señor: «hagan esto en memoria mía» (Lc. 22, 19). También les dio la responsabilidad de «atar y desatar», que se aplicará especialmente al juicio de las conciencias. (Mt. 18, 18). «Reciban el Espíritu Santo. Si ustedes perdonan los pecados de alguien, éstos ya han sido perdonados; y si no los perdonan, quedan sin perdonar» (Jn. 20, 22-23).


Estos textos de los evangelios revelan ya la naturaleza de la Iglesia, cuyo creador y Señor es Jesucristo mismo. Jesús dio claras indicaciones de una Iglesia organizada y visible, una Iglesia que será acá en la tierra signo del Reino de Dios. Con su muerte y resurrección en la Pascua, Jesús terminó la obra que el Padre le encargó en la tierra. Pero el Señor no dejó huérfanos a los apóstoles (Jn. 14, 16), sino que les envió su Espíritu en el día de Pentecostés para reunir y santificar a estos hombres en un Pueblo de Dios (Jn. 20, 22). Es en el día de Pentecostés cuando la Iglesia de Cristo se manifestó públicamente y comenzó la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación (Hch. 2). El Apóstol Pablo es el autor inspirado que más escudriñó el profundo misterio de la Iglesia. La Iglesia para el Apóstol Pablo no es tal o cual comunidad local, es, en toda su amplitud y universalidad, un solo Cuerpo (Ef. 4, 13), mantenida por el pan eucarístico «Aunque somos muchos, todos comemos el mismo pan, que es uno solo; y por eso somos un solo cuerpo» (1 Cor 10, 17).


Cristo es distinto de la Iglesia, pero El está unido a ella como su Cabeza (Col. 1, 18). En efecto, Cristo es la Cabeza y nosotros somos los miembros; el hombre entero es El y nosotros. Cristo y la Iglesia es todo uno, por tanto, el «Cristo total» es Cristo y la Iglesia. La unidad de Cristo y su Iglesia, Cabeza y miembros del Cuerpo, implica para Pablo también una relación muy personal. Cristo ama a la Iglesia y dio su vida por ella. (Ef. 5, 25). «Los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, se lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef. 5, 31-32). El Espíritu Santo es el principio de la acción vital en todas partes del cuerpo. Los distintos dones del Espíritu Santo (dones jerárquicos y carismáticos) están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo. (1 Cor. caps. 12 y 13).


Visto lo anterior podemos afirmar que la Iglesia es la continuación de Cristo en el mundo. En ella se da la plenitud de los medios de salvación, entregados por Jesucristo a los hombres, mediante los apóstoles. La Iglesia de Cristo es «la base y pilar de la verdad» (1 Ti. 3, 15); es el lugar donde se manifiesta la acción de Dios, en los signos sacramentales, para la llegada de su Reino a este mundo. Así que aceptar a Cristo significa aceptar su Iglesia. El «Cristo total» es Cristo y la Iglesia. No se puede aceptar a Cristo y rechazar su Iglesia. Dijo Jesús a sus Apóstoles y discípulos: «El que a ustedes recibe, a Mí me recibe. Y el que me recibe a Mí, recibe al que me ha enviado. Como el Padre me envió a Mí, así Yo los envío a ustedes». La verdadera Iglesia de Jesús se reconoce en la Iglesia Católica a la que nosotros tenemos la dicha de pertenecer. Cierto que la Iglesia es a la vez santa y pecadora, porque está formada por seres humanos, pero es la única que entronca y conecta con los Apóstoles y con Cristo. A nosotros corresponde crecer día a día en santidad para que brille en ella el rostro de la verdadera Iglesia de Cristo.

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