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domingo, 1 de noviembre de 2009


EL SACERDOCIO
Por: Amalia Hitcher

El sacerdocio es una dignidad. Su ejercicio es una función muy elevada y su ministerio es continuar la Obra Redentora de Cristo en el mundo. También es un magisterio, pues cumple una actividad docente en la difusión del Mensaje de Cristo y en la dirección, formación y superación de las almas que le son confiadas. El sacerdote es un hombre, elegido de entre los hombres, para servir a los hombres a través del Evangelio. Al ser “signado” con el Óleo Sagrado, Dios le confía la misión –aceptada libremente por él– de anunciar y extender su Reino y de hacerlo presente en medio de su pueblo. Humanamente, el sacerdote es igual a todos los hombres, pero en dignidad es “superior”a todos ellos. El sacramento del Orden le comunica el poder sagrado de Cristo y a través de ese poder consagra y administra el Cuerpo y la Sangre de Jesús y le da potestad para administrar todos los sacramentos, que son los canales por donde pasa y actúa la fuerza redentora de Cristo.


Quienes conocemos de cerca al sacerdote, sabemos que es figura de Cristo, que su espiritualidad se nutre de la oración constante, fuente de su paz interior, de la meditación diaria de la palabra que guía su ministerio y anima la devoción de su entrega, de la Eucaristía de cada día, donde encuentra la gracia de la santidad divina y de la celebración del Sacramento de la Penitencia que le ayuda a ser humilde y a vivir en permanente actitud de conversión. El amor del sacerdote por sus fieles, ovejas confiadas a su cuidado, es un sentimiento espiritual y universal que Dios pone en su corazón sacerdotal para manifestarnos el suyo. El Santo Cura de Ars, escribió: “El sacerdote es el amor del Corazón de Jesús”. En mi caso personal, mi cariño por el sacerdote, respetuoso, por supuesto, pero profundo, no es un sentimiento natural, si no un movimiento del alma que converge con mi amor por la Eucaristía. Por eso siento que es nuestro deber apoyarlo con nuestra oración, para que su actividad no decaiga, sostenerlo con nuestro esfuerzo para que su trabajo fecunde y prodigarle nuestra compañía y nuestra solicitud para que no desmaye en su fidelidad y en su entrega, para que el desaliento no debilite sus esfuerzos y para que la soledad no lo agobie.


Esta debe ser nuestra manera de amar a Dios en el sacerdote y a través de él. El mundo en que vivimos es a veces muy duro con ellos: Cuestiona su labor, su vida, su intimidad y los juzga sin piedad; no reconoce sus valores, desconfía de ellos, les condena sin comprenderlos y algunos hasta los tildan de cobardes, cuando su mayor cualidad es la valentía ya que siendo hombres débiles e inclinados al mal, como cualquiera de nosotros, la ofrenda generosa de su vida y el esfuerzo de vencerse a sí mismos para derrotar las tentaciones, son escenarios donde libran sus mas fuertes combates. Esa lucha requiere de extraordinaria valentía y de constantes renuncias. En la mayoría de los casos son verdaderos héroes a quienes no se les reconoce suficientemente sus logros, sus sacrificios y su generosidad. Muchos viven en verdadera humildad, obediencia, caridad y paciencia.


Hay infinidad de testimonios de tantos que han sido verdaderos santos y perfectos, que en su esfuerzo por extender el Reino y en su celo por la virtud libraron titánicas batallas y frente a la malicia del enemigo, vencieron al mundo. Ante alguno que se desvía de la misión encomendada, hay una gran mayoría que trabaja sin descanso por el progreso espiritual y la promoción humana de los pobres y marginados, que son los predilectos de Dios. Pero aún en los casos de indignidad del sacerdote, Cristo realiza la salvación a través de su ministerio. La presencia de Cristo en él no le exime de las flaquezas humanas; no todo lo que el realiza está garantizado por la acción del Espíritu Santo, pero en los Sacramentos se da esa garantía y la condición humana del ministro no es obstáculo para que Dios actúe ni impide el fruto y el efecto de la gracia. Cuando escribo, pienso en los hermanos sacerdotes con quienes tengo más cercana comunión y más frecuencia en el trato y siento que, gracias a Dios, nuestra Parroquia Catedral y en general toda la Diócesis, goza del privilegio de contar con un equipo sacerdotal de gran valía, que en unión con los grupos de apostolado que hacen vida en sus respectivas parroquias, realizan laborales pastorales extraordinarias.Esto se evidencia en la presencia de nuestra Iglesia Católica en todos los ámbitos de la vida vallepascuense. Para los que perseveran en su fidelidad honrando la santidad de su vocación y la dignidad de su sacerdocio, Cristo, en su infinita misericordia, dejó esta hermosa promesa:“Todos los que por causa mía hayan dejado casa, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos, o terrenos, recibirán cien veces más, en esta vida y también recibirán la Vida Eterna.” (Mt 19, 29).


El Santo Cura de Ars, escribió: “El sacerdote es el amor del Corazón de Jesús”. En mi caso personal, mi cariño por el sacerdote, respetuoso, por supuesto, pero profundo, no es un sentimiento natural, si no un movimiento del alma que converge con mi amor por la Eucaristía. Por eso siento que es nuestro deber apoyarlo con nuestra oración, para que su actividad no decaiga, sostenerlo con nuestro esfuerzo para que su trabajo fecunde y prodigarle nuestra compañía y nuestra solicitud para que no desmaye en su fidelidad y en su entrega, para que el desaliento no debilite sus esfuerzos y para que la soledad no lo agobie. Esta debe ser nuestra manera de amar a Dios en el sacerdote y a través de él.


El mundo en que vivimos es a veces muy duro con ellos: Cuestiona su labor, su vida, su intimidad y los juzga sin piedad; no reconoce sus valores, desconfía de ellos, les condena sin comprenderlos y algunos hasta los tildan de cobardes, cuando su mayor cualidad es la valentía ya que siendo hombres débiles e inclinados al mal, como cualquiera de nosotros, la ofrenda generosa de su vida y el esfuerzo de vencerse a sí mismos para derrotar las tentaciones, son escenarios donde libran sus mas fuertes combates. Esa lucha requiere de extraordinaria valentía y de constantes renuncias. En la mayoría de los casos son verdaderos héroes a quienes no se les reconoce suficientemente sus logros, sus sacrificios y su generosidad. Muchos viven en verdadera humildad, obediencia, caridad y paciencia.


Hay infinidad de testimonios de tantos que han sido verdaderos santos y perfectos, que en su esfuerzo por extender el Reino y en su celo por la virtud libraron titánicas batallas y frente a la malicia del enemigo, vencieron al mundo. Ante alguno que se desvía de la misión encomendada, hay una gran mayoría que trabaja sin descanso por el progreso espiritual y la promoción humana de los pobres y marginados, que son los predilectos de Dios. Pero aún en los casos de indignidad del sacerdote, Cristo realiza la salvación a través de su ministerio. La presencia de Cristo en él no le exime de las flaquezas humanas; no todo lo que el realiza está garantizado por la acción del Espíritu Santo, pero en los Sacramentos se da esa garantía y la condición humana del ministro no es obstáculo para que Dios actúe ni impide el fruto y el efecto de la gracia.


Cuando escribo, pienso en los hermanos sacerdotes con quienes tengo más cercana comunión y más frecuencia en el trato y siento que, gracias a Dios, nuestra Parroquia Catedral y en general toda la Diócesis, goza del privilegio de contar con un equipo sacerdotal de gran valía, que en unión con los grupos de apostolado que hacen vida en sus respectivas parroquias, realizan laborales pastorales extraordinarias. Esto se evidencia en la presencia de nuestra Iglesia Católica en todos los ámbitos de la vida vallepascuense. Para los que perseveran en su fidelidad honrando la santidad de su vocación y la dignidad de su sacerdocio, Cristo, en su infinita misericordia, dejó esta hermosa promesa:“Todos los que por causa mía hayan dejado casa, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos, o terrenos, recibirán cien veces más, en esta vida y también recibirán la Vida Eterna.” (Mt 19, 29).

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