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lunes, 21 de diciembre de 2009

El culto a la Santísima Virgen en la Iglesia



El culto a la Santísima Virgen en la Iglesia

Por: Camilo Valverde Mudarra


A la Virgen María, se le ha de dar el culto debido, el que ella se merece, sin exageraciones devocionales y sin tacañerías secularizadoras. Es tan perjudicial el maximalismo como el minimalismo mariano. Hay que evitar caer en una "mariolatría endiosadora", y, a la vez, huir del negativismo iconoclasta. Así lo enseña el Magisterio Pontificio, la Tradición y los documentos eclesiales. La Constitución “Lumen gentium”, en su capítulo VIII, asienta con rigor los fundamentos ortodoxos y las directrices católicas de tales actos cultuales.


“María, ensalzada por gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los ángeles, y de todos los hombres, por ser Madre santísima de Dios, que tomó parte en los misterios de Cristo, es justamente honrada por la Iglesia con un culto especial. Y, ciertamente, desde los tiempos más antiguos, la Santísima Virgen es venerada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles suplicantes se acogen en todos sus peligros y necesidades. Por este motivo, principalmente a partir del Concilio de Éfeso, ha crecido maravillosamente el culto del Pueblo de Dios hacia María en veneración y en amor, en la invocación e imitación, de acuerdo con sus proféticas palabras: Todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso (Lc 1,48_49). Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, a pesar de ser enteramente singular, se distingue esencialmente del culto de adoración tributado al Verbo Encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, y lo favorece eficazmente, ya que las diversas formas de piedad hacia la Madre de Dios que la Iglesia ha venido aprobando dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, de acuerdo con las condiciones de tiempos y lugares y teniendo en cuenta el temperamento y manera de ser de los fieles, hacen que, a1 ser honrada la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col 1,15-16) y en el que plugo al Padre eterno que habitase toda la plenitud (Col 1,19), sea mejor conocido, amado, glorificado, y que, a la vez, sean mejor cumplidos sus mandamientos” (LG 66).



“El santo Concilio enseña de propósito esta doctrina católica y amonesta a la vez a todos los hijos de la Iglesia que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen, particularmente el litúrgico; que estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia ella recomendados por el Magisterio en el curso de los siglos y que observen escrupulosamente cuanto en los tiempos pasados fue decretado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la Santísima Virgen y de los santos. Y exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la palabra divina a que se abstengan, con cuidado tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva mezquindad de alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios. Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores y de las liturgias de la Iglesia bajo la dirección del Magisterio, expliquen rectamente los oficios y los privilegios de la Santísima Virgen, que siempre tienen por fin a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad. En las expresiones o en las palabras eviten cuidadosamente todo aquello que pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otras personas acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden, finalmente, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia Nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes” (LG 67)



El mismo Papa Paulo VI, en la exhortación apostólica Marialis Cultus, postula "una renovación y revisión de los ejercicios de piedad a la Virgen, que sean respetuosos, con la sana tradición y abierta a las legítimas aspiraciones de los hombres de nuestro tiempo" (MC', 24). El culto a María tiene que poner de relieve las obras que realizó en ella El Espíritu Santo, no sólo en la Encarnación del Verbo en su seno purísimo, y en su santificación, sino también en su acción constante en la historia de la salvación y en la propia Iglesia. La piedad mariana de los fieles debe tener presente que María "en la Iglesia santa ocupa, después de Cristo, el puesto más alto y más cercano a nosotros" (MC 54). María está unida estrechamente a la Iglesia, y en ella, y con referencia a ella, debe ser honrada. La devoción a María debe dar prioridad al culto litúrgico, en el cual se manifiesta la doctrina mariana en toda su pureza.


LA DEVOCIÓN POPULAR. La devoción mariana popular, apiñada en torno a muy variadas imágenes y atraída con entusiasmante sentir por innumerables advocaciones, es ancha y amplia en el extenso mundo. Ya, el segundo concilio de Nicea (787) aprobaba, contra los iconoclastas la veneración de las imágenes, pero distinguía entre la adoración latréutica, tributada únicamente a Dios, y la veneración honorífica, tributada a los santos y a las imágenes en cuanto a representativas de la persona venerada. A Dios se le reserva la palabra latría, a los santos dulía y a la Virgen hiperdulía.


Las devociones populares a la Virgen son legítimas y merecen ser atendidas e incluso fomentadas, pues manifiestan el "sensus fidelium" en cuanto que son una expresión pública de la fe del pueblo, hondamente sentida; pero han de cumplir y avanzar por una triple vía: a) Que no caerán en la idolatría, en la milagrería y en la superstición. b) Que no desatenderán la moral y el compromiso cristianos, tanto en lo que respecta a Dios, como en lo que respecta al prójimo. c) Que consideren siempre a María, no en sí misma o como figura divina independiente, sino en el lugar que le corresponde en la historia de la salvación en íntima relación con Jesucristo y con la Iglesia y como modelo de todos los creyentes.


Así lo expresa la palabra eclesial: "La religiosidad popular debe ser respetada y cultivada, como una forma de compromiso cristiano con las exigencias fundamentales del mensaje evangélico" (Juan Pablo II en Sevilla en el 1984). "Bien orientada esta religiosidad popular puede ser, para nuestras masas populares, cada vez más un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo" (Pablo VI, Ev. Nun, 48). "La religiosidad popular puede describirse como el modo peculiar que tiene el pueblo, es decir, la gente sencilla, de vivir y expresar su relación con Dios, con la Santísima Virgen y con los santos" (Com. Ep. de Liturgia). Sin duda, esta religiosidad es sagrada, pues representa la interacción de la lex orandi y la lex credendi. Al deber ser prioritario el culto litúrgico que expresa pura la doctrina mariana, la Marialis Cultus recomienda, entre estas prácticas devocionales el rezo del Angelus y del Rosario. A pesar de todo esto, los fieles reclaman otros ejercicios o fórmulas devotas más cercanas y sencillas y, a veces, más apropiadas para los diversos momentos de la vida. Gracias a Dios, y a la misma Virgen Santísima, ya han desaparecido los devocionarios escritos con agua de rosas que sólo servían para alimentar sentimentalismos y adormecer el espíritu. He aquí la oración más antigua dirigida a la Virgen, procedente del siglo III, recitada sin intermisión a través de los siglos y que juntamente con el Angelus y el Rosario debe alimentar cada día la devoción mariana:
"Bajo tu amparo nos refugiamos, Santa Madre de Dios. Nuestras súplicas no las rechaces en la necesidad, mas líbranos en el peligro, ¡Oh sola casta, Oh sola bendita!".
Es preciso dirigirse a María, signo de esperanza cierta y de consuelo para el pueblo sufriente y que suplicante se cobija bajo su manto.



El Concilio, de acuerdo con la recta doctrina, enseña la razón y la forma de este culto y, al mismo tiempo, insta a los fieles cristianos a fomentar generosamente el culto a María; pide que se dediquen con gusto a los ejercicios piadosos recomendados por el Magisterio y la Tradición que siempre han de ir orientados a Jesucristo, origen de toda verdad, santidad y piedad, enraizadas en la auténtica fe.
El pensamiento conciliar reconoce y exhorta al culto especialísimo de María, por ser la Madre Santísima de Dios, porque fue ensalzada por la gracia divina y participó en los misterios de Jesucristo; su culto se sustenta en la más antigua tradición que la viene venerando con su amor filial; ya, desde el Concilio de Éfeso, no ha hecho más que crecer en la veneración hacia María, y en la innovación de formas con que los fieles desean imitar su amor y sus virtudes. El culto a María, que ha sido siempre singular en la Iglesia, se diferencia del tributado a la Santísima Trinidad, pues las distintas clases de piedad a la Madre, aprobadas según la doctrina sana y ortodoxa, suscitan, en la honra de la Madre, el conocimiento y la glorificación de su Hijo y un mejor cumplimiento de sus palabras y mandatos de amor. El culto a María no puede separarse del único culto cristiano propiamente dicho: "El culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, o, como se dice en la liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu"; tiene, como último fin, el culto a la Trinidad Augusta que la llenó de gracia y santidad. La razón de ser de la Virgen que está indisolublemente unida a su Hijo, se produce siempre en y con Jesucristo; su culto tiene, por tanto, un sentido esencialmente cristológico, en el que debe reflejarse el plan salvífico de Dios llevado a cabo por su Hijo que nació de Santa María Virgen.

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